Cabezo Nemésico

Cabezo Nemésico

Buscar este blog

domingo, 16 de mayo de 2010

POST SCRIPTUM AUSTRAL

Vómito austral de Ramiro Lucea

POST SCRIPTUM



Cuando deshace la cama donde la mujer se tiende, siempre resbala por la sábana. Este es el fracaso de los amantes más célebres que han pasado por una colcha. Luego las palabras se declinan sentenciosas, ‘quizás no se planteen más oportunidades’, dirá el amante, para escuchar un ´no se sabe` de la mujer tendida, para acabar huyendo del cuarto, ajustando la puerta, encendiendo un cigarrillo con sabor a derrota y consumirlo en el abatimiento del sillón del salón comedor, esperando el sueño de la última hora de la madrugada. Jamás llega a buena hora el concilio del sueño de los amantes que pierden batallas y, en la vigilia, la luz del día irá penetrando con más intensidad por los ventanales batidos.

Allanado el amante en el sillón de terciopelo y la muchacha encerrada en el cuarto, persistiendo en su incomprendida y pulcra virginidad. Ésta, dormida por evadirse de la represión y aquél, en el tortuoso desvelo de las noches que ya son mañana. Desde el balcón, próximo al salón donde reposa el amante abandonado, penetra el olor del mar y el griterío de los primeros chiquillos que salen a la calle. El insomne que no quiere molestar a la mujer dormida, que pasea descamisado por la casa con resabio a nostalgia, se acoda en la baranda y, mirando al mar, formula una suerte de monólogo improvisado. El amor cuando se encarna, resta poesía, el amor, cuando fracasa, es fuente de melancolía. El deseo, asidero de lo inalcanzable, muestra su efímera belleza cuando se despampana. El deseo nunca se alcanza entre las piernas de la mujer amada. El deseo amoroso es tan escurridizo como las volátiles impresiones, como las ideas no escritas, como las meras impresiones. En su inalcanzable estado, es cuando presenta toda su poesía y escapa, porque es una fantasía que no tiene asidero. Y si, contrariamente, el amor encarna en la mujer tendida, el deseo desaparece con toda su poesía, huyendo no se sabe dónde, tal vez junto con la melancolía.

Quizás, más tarde, despierte la mujer dormida y, saliendo de su cuarto, se encuentre vacío el viejo sillón de terciopelo. Acercándose en un leve balanceo hacia el balcón, posándose en la misma baranda donde horas antes se acodaba el varón, recordará entonces que habían pocas oportunidades, y tal vez se arrepienta de no haber recogido la camisa del célebre derrotado, quien ya estará lejos, persiguiendo sueños y deseos inalcanzados en las camas de otras mujeres que necesitan ser amadas. Pero la muchacha ignora la plenitud que le concedió al ser rechazado, la muchacha desconoce que el amante, cuando encarna, se vacía, se va acallando hasta morir de soledad y de ausencia de melancolía. El amante que, cuando insomne, rebosa poesía. Sin embargo, en su huída piensa que estaría con ella para siempre, cree que se quedaría con ella para siempre pese al fracaso, había sido condenado a amarla para siempre.

Transcurrirá un mes desde que el amante tomaba las anteriores notas en su diario, y aunque en este tiempo no hubiese anotado nada más, el diario se ha ido elaborando en silencio, sin una mano que lo fuese registrando. Durante este mes se ha dejado de escribir sobre todo lo que se ha escrito desde que se inventó la escritura. Se han proyectado desde lo desconocido todas las combinaciones escritas que permiten las ideas, y han pasado ante sus ojos sin que las haya apenas retenido.

A un cuarto de siglo desde su nacimiento, registra lo poco que puede percibir, aquello que no puede olvidar. Las grietas de la carne han empezado a sangrar, y las almas necesitan de la sangre salpicada en cuadernos de notas para poderse purificar.
Sigue buscando las infinitas ideas que pasan ante sus ojos y esta hoja de papel, para intentar rescatar alguna y recordarla para siempre, para escribir sobre el más inmediato presente. Lo podría hacer, recordando sobre el mes pasado, componiendo unas escuetas notas de entre todos los libros que se pueden escribir durante la universalidad de un segundo, la eternidad de un mes. Lo hace tiempo más tarde, cuando ya todo ha sucedido, cuando está todo por suceder. Le recuerda a lo de la eternidad en vilo, de don Jorge Guillén. Escribir sobre el presente no es una forma de escritura automática, sino una cadencia lenta de lo imposible hacia lo posible. Una técnica sufrida y sangrante que requiere de una frase cada quince minutos, que sale de las entrañas como de una operación de parto, arrancada por no se sabe qué potencia desgarradora.

Ha regresado a este diario con lágrimas en los ojos, esperando amansar la furia de la universal enfermedad. Si bien ha dicho el soñador que no escribe sobre lo pasado, el recuerdo se hace irremediable cuando la sangre empieza a brotar. Los cinco años de perturbada comunicación, las arterias negras en las sienes del padre, el iris difuso de la abuela, la perdición y el reencuentro de los amigos, e hilos de sangre fluyendo por las piernas como raíces hasta los pies. Se lanzó desde lo alto de un tobogán en cuya rampa habían colocados filos de cuchillas, y cuando llegó abajo, aterrizó con los pies en un charco de sangre surgido de sus heridas. La sangre había emanado y fluido más rápido que él deslizándose por el tobogán. Y la lectura, desde Valle-Inclán hasta Cernuda. Y los momentos desaprovechados, -esos instantes en los que involuntariamente decides no actuar-, las aparentes diversiones estimuladas por brotes de drogadicción. Todo es forma de los aspectos del mes pasado en el presente reflejado, en el molde del rostro tatuado, de las heridas que se han abierto y de las que no se pueden ni cerrar. La invención del inglés y el artificio del amor, necesitados más que nunca para poderse remediar, a fin de limpiar los rastros del suelo dejados por la sangre y por la existencia arrastrada durante todo este mes.

Días más tarde extraerá del cajón el simple cuaderno en el que escribe, releerá lo anterior y, con inseguridad, apostará por proseguir con las presentes líneas. La fecha del aniversario quedó atrás, así como la distracción de las clases de inglés que, iniciadas, ya se muestran aburridas. Desde la distancia, rescata de tales clases ya sólo lo que le parece más interesante y esencial : los poemas de Antonin Artaud en francés leídos por la fabulosa red de telecomunicación y la rápida, trágica, desnuda converación sostenida con una desconocida compañera. La tópica cuestión sobre la vida después de la muerte dió lugar al más penoso y real de los argumentos. Se lo preguntaron en inglés a ella, su desconocida compañera, y respondió tajante que no hay vida después de la muerte. Él se limitó a hacer de abogado del diablo, formulando las consabidas preguntas al respecto, intentando iluminar con la esperanza tan oscuro porvenir. Mas también ella sabía que así no iba a poder ser. Cambiando de tema todo volvió a la tranquilidad pero, al acabar la clase, no pudo menos que preguntarle sobre su trágica condición. No sé, le dijo ella, no soporto la oscuridad, si cuando me acuesto no veo un hilo de luz, jamás consigo conciliar el sueño. También le contó que desde que le revelaron que lo de Adán y Eva era alegoría, descreyó de todo lo demás y, convino asimismo que, en consecuencia, el amor no era más que otra invención. Artificios todos para hacer la vida más llevadera, para soportar las tambaleantes ruinas de la existencia, para aliviar el vértigo que supone tener que vivir. Pese a todo, la niña era guapa, reía y se cuida porque no quiere engordar, pero en su rostro, lo vió desde el primer día, lleva marcados con dolor los estigmas que le ocasiona su propio existir. Con complicidad y franqueza se despidieron y subió a su coche, que un poco más allá había aparcado, con la sensación de que mucha más gente vaga perdida por este mundo. Es entonces cuando sueña y recurre a su diario para dejar transcritos fracasos, sueños y distorsiones.

En ocasiones, cuando el insomne llega a casa, las estancias se le clavan como espinas. Esos días en que entra en casa y se cierra la puerta de su habitación, para estar más solo todavía, frente a si mismo, sumido en el sopor profundo de la desazón. Ya lo único que desea es que el sueño le rescate del final de un día para transportarle al mañana. Luego, una cena rápida, ante sus padres, con quienes aún convive, y después, el portazo definitivo de la puerta de su habitación. Lo único esperado, una llamada a la que contestar, no con emoción, sino con cansancio, con agradecimiento, pero con cansancio.
Las anteriores líneas, escritas en algo menos de dos minutos, las reproduce en su diario, que al fin consigue reemprender. Releídas, le parecen mediocres, sin duda, pero debía escupirlo, ya que es mejor que tragarse el veneno. No es productivo, piensa, lo que se escribe en este cuaderno, aunque, al menos, es consolador. Siempre amansa saber que se ha sacado algo de uno mismo, tanto como haberse puesto a leer. Si no lo hubiera hecho se hubiera encendido un cigarro y con la nicotina, hubiera incrementado los síntomas de la enfermedad. Al tiempo que escribe este segundo párrafo, efectivamente, ya está fumando, y alguién ha llamado por el teléfono, aunque no pedían por él sino por su hermano. Un cómo estás rutinario, un qué haces y qué vas a hacer. Estoy bien, gracias, responde, no hago nada y nada voy a hacer. No se hace nada cuando uno escribe o cuando está solo y, como mucho, puede decir que está escribiendo, como decir que no está haciendo nada. Es la más volátil de las actividades, la escritura inconsciente. El soporte, su resultado, las más de las veces, acaba irremediablemente en la papelera u olvidado en un cajón. Gastar hojas no es como gastar lienzos. La práctica es una experiencia, es como aprender a tocar un instrumento ; las notas se esparcen y desaparecen en el aire como las letras en las hojas de papel, en el cajón o en la papelera. Detrás de todo sólo queda esa experiencia, muchas veces vana, imperceptible, recóndita, siempre, enfermiza y duradera.

Lo que le pasa al insomne es que no olvida la escritura, hasta el punto que ella misma se confunde con el sueño. Dormía cuando se iba gestando el diario en su estancia en el extranjero. Jamás pensó que le fuera a dar continuidad pero, escritas las tres o cuatro primeras hojas del mismo, el diario se convirtió en la experiencia más interesante, más placentera, junto con varias lecturas, de cuanto podía hacer en ese país extraño. Por otro lado, la elaboración del diario le ayudaba a dormir, pues tenía la certeza de que con él podía soñar. Pese a que el diario quedó interrumpido, como se interrumpen siempre por uno u otro motivo y, en todo caso, por la muerte, todos cuantos diarios han sido escritos, muchas veces, acude a él, para releerlo, para cerciorarse de que sus pasajes se muestran endelebles al paso del tiempo, para asegurarse de que, efectivamente, vivió. Busca la garantía inencontrable de que el transcurrir de los días en su diario le hace soñar y, si así es cuando lo comprueba, lo utiliza como fuente de impresión, incentivo para seguir escribiendo, como somnífero y píldora de sosiego y tranquilidad. El insomne, cuando pretende dormir, se dedica a releer y a recordar.

Intenta, incluso, en el mismo cuaderno en que se elaboró el diario, un simple bloc destinado a que los niños realicen sus ejercicios o los deberes de verano, seguir escribiendo las presentes notas, mas quedan huérfanas si no se completan con el diario, que debe irremediablemente introducir.

Así, le evoca el desconcertante día en que lo inició, aquel día lluvioso en que bebiendo tés de jazmín, se dejaba llevar por el ‘Concerto Grosso’ de Arcangelo Corelli. Llevaba ya horas paseando por la casa entre solfas y pentagramas, mirando a través de los cristales empapados por la lluvia, cuando decidió ejecutar con palabras el infantil cuaderno que ni sabía para qué había adquirido. Sospechó que el recogimiento y la cadencia del silencio, serían factores requeridos para otorgar la serenidad precisa, el abandono de cualquier precipitación, necesario para abordar un diario. Con él, vendrían los paseos cordiales, las intensas contemplaciones, las esperas determinantes y, finalmente, el anhelado sueño. Recordó a Confucio en aquello de que si no hay orden en el interior de una persona, todo a su alrededor sucede de forma desordenada. Llevaba en su aseveración, la ventaja de la razón.

No obstante, los sueños se le manifestaban extraños. Bajo la lluvia se le representaba un anciano chino que tocaba un instrumento que insistía en una dramática melodía. Desconocía el instrumento, tal vez porque fuera un sueño y en éstos, a veces, nada se reconoce. Una chica, a la izquierda, mojada por la lluvia, no acertaba a dar con el exacto nombre del instrumento que la música interpretaba. Poco más tarde, huía de la musical parada del anciano chino, y soñaba que viajaba en un tren hacia cercanías. Tenía la certeza de que se iba a comprar un libro y se imaginaba buscando entre los anaqueles de una vieja librería. Cuando a la mañana siguiente supo que despertó, una obra antológica de los ensayos de Thomas Carlyle descansaba sobre la mesa de su habitación.

Tardaba largas esperas en incorporarse de la cama, pues prefería el aturdimiento del sueño al vagaje inútil de los días en desazón. Al salir de la habitación, cómo no, encontraba al suizo errante, que así llamaba al suizo que con él convivía, el suizo que no cesaba de mirar la televisión y de cocinarse salsas en su sartén, el suizo que navega en botellas de alcohol. No es sueño, sino que es cierto que el suizo anda siempre ebrio, con los ojos hinchados fijados en los platos de salsa que se cocina. Son otras formas más del ensueño.

El suizo errante es un derrotado desde hace ya muchos años. Es un cobarde desesperanzado que jamás ha creído en la victoria y nunca ha luchado por nada. Paradójicamente, no es a éstos a los que la vida les depara el desenlace más fatal. A ellos la vida los ignora, y en ese olvido van sobreviviendo. La vida tortura precisamente, al heróico luchador que es también un perdedor, al que más se esfuerza, hasta el fondo de su lucha, donde no encuentra más que una cruel e inmisericorde derrota, pero que siempre ha desconocido, porque la ha anulado de las posibilidades. Pero, cuando se da cuenta de ella, sigue luchando pese a todo, porque es un guerrero cuya furia le llevará a la tragedia final. Por el contrario, el suizo hace tiempo que entendió que iba a perder, y ni tan siquiera lucha, sino que se esconde como un conejo asustado en la madriguera del fin del mundo. Es consciente de que no va a triunfar y ni el menor esfuerzo hace por ello. Augura el tiempo de la derrota porque calcula cuándo le va llegar, en inacabables esperas de cigarrillos con café. Aquello de Antonin Artaud, en labios de Leopoldo María Panero, de que uno se destruye a sí mismo para distinguirse de los demás, cobra relieve en el suizo, quien lo sigue a rajatabla. Pero, definitivamente, es un luchador derrotado, lo cual, claro, lo distingue también de los demás, y así se queda él tan tranquilo, con sus inconexas justificaciones, con sus apaños y sus excusas, con sus diarios suicidios, con su cobardía y su irresponsabilidad.

El suizo errante encuentra consuelo en Yin, una chica china que es también compañera de apartamento y aparece en no pocos sueños. En ellos, el suizo errante siempre duerme en el lecho de ella, quien lo acepta por compasión. Se acerca hasta su cama gateando, arrastrándose por el suelo, como un perro, derrotado y alcoholizado, pidiendo perdón, solicitando un pedazo de hombro en el que recostarse. No tiene vergüenza de su cobardía, mas Yin lo acepta, en su condición de luchadora que no puede abandonar al guerrero destruido que se encuentra a su lado, y una vez más posterga la muerte anunciada del suizo, cuya vida ha sido relegada a la ignorancia y al olvido. Yin, pese a convivir con la derrota, es una luchadora que sólo piensa en el triunfo, quizás porque no ha llegado a la vejez y es todavía joven. Tiene orgullo y ambición, pero no sabe que también vaga por este mundo tan tristemente como un antiguo muñeco de trapo deshilvanado. Las periódicas ayudas al suizo la arrastrarán también a la perdición.

Después de los combates, cuando la inquietud deja tranquilas a estas tres almas, cada una de ellas quedará tendida en sus adentros sobre la cama, susurrando palabras de dolor y de desconcierto, interpretando a su manera la soledad sonora de San Juan de la Cruz. Tres almas en un cuarto sombrío cada una, desnudas en su aislamiento, envueltas en un halo de oscuridad seca. Frente a frente, frente a sí mismos, trastornados por el escalofrío gélido del miedo al silencio, del temor a no encontrar respuestas, deseando ansiosamente que el sueño les aparte de la encrudecida realidad.

En las tardes, se retransmitían en diferido los encuentros del Mundial de Fútbol, que seguía acompañados de las extensas y absurdas explicaciones del suizo errante, siempre moviendo sus dedos rosados, poniendo cara de espárrago y hablando inglés con acento germano. Si no fuera porque apareció la totémica imágen de Didí por televisión, en un documental futbolero, se hubiera retirado a la habitación para escribir el diario, o para leer el libro soñado, y recuperado, de Carlyle, que es mucho mejor pensador y habla el inglés mejor que el suizo, y así conseguiría olvidar las ridículas conversaciones con éste, y sus expresiones faciales. Pero apareció Didí, con esa mirada estrábica que lo caracteriza, ese rostro moreno como tallado en madera, diciendo que Brasil, sin samba ni fútbol, sería el país más triste del mundo. Habló de Didí en el diario porque le resultó poético, y luego, escribió una especie de incongruente revelación : si los chinos son amarillos es porque tienen problemas de hígado. Aristóteles aconsejaría no tomar en serio esta aseveración, pero creo que no se molestaría si se le tira al traste su sistema de la lógica y la deducción, porque de lo contrario, ya sólo deduciría que Aristóteles padece de amargura y de problemas con su aparato detoxificador. Si a la lógica aristotélica se la toma demasiado en serio, resulta la cosa más aburrida del mundo, lógica propia de gente con problemas de hígado, a excepción de los cirróticos, lógica propia de gente con el músculo irrisorio en tensión. Sería bonito que fuera cierto aquello de que los tigres son fieros ; los tigres son felinos ; luego, todos los felinos son fieros ; porque si así fuera, el insomne, el soñador, siempre tendría razón o, por lo menos, sería mucho más feliz. ¿Dónde está ahora Platón ?. Aristóteles por las oficinas, las aulas y los patios del recreo, Aristóteles en los lavabos, las panaderías y los talleres de orfebrería, Aristóteles en los museos, en las iglesias y en los tranvías, Aristóteles en los libros de texto, en los mapas y en los libros de cocina, en los álbumes de cromos y de fotografías, Aristóteles en la sopa, en el pollo, en la sopa de pollo y en el pescado con espinas, Aristóteles hasta en las sábanas de los sueños, Aristóteles Onassis.

El insomne, desde que no puede dormir, lleva varios días leyendo las sextinas de Joan Brossa. No es como antes, cuando estaba en el extranjero y el apartamento quedaba en silencio, con la televisión encendida sin volumen y el rumor de fondo de la calefacción, cuando dudando, recurría al diario para decir que no sabía qué hacer. Ahora, lee sextinas y aprende de ellas. Ha descubierto que el mejor momento de intentar componer un poema, es cuando la mujer amada está dormida, tendida sobre la colcha. El amante, en la vigilia, agarra entonces el mismo cuaderno del diario y, buscando darle continuidad, la emprende con una sextina. Se recosta en el sillón de terciopelo del salón comedor y busca las seis palabras rima mientras la amada sigue dormida. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que cogió la pluma para escribir sobre el amor hacia una mujer. Hoy, finalmente, lo hace con todo el deseo. Recuerda las últimas palabras que escribió de una mujer, y concernían a su mirada oceánica. Hoy parece todavía estar viendo esos ojos evocándole igual sentimiento con la misma metáfora. Siempre ha estado persiguiendo la mirada oceánica, y cuando la encuentre, con la suya, se fundirá en un eterno abrazo que ni la muerte conseguirá separar. Ese abrazo sincero y definitivo lleva toda su vida esperándolo, y ya no piensa en el amor sino en esa forma de abrazo. Piensa para su sextina en la mujer querida. Su pelo ha cambiado. Lo lleva más corto, a la altura de la nuca, y es más suave, también más de niña. Le gusta más así. Igualmente, está más delgada. Sus piernas han recuperado longevidad y los músculos de su torso están más prietos y pronunciados. Su cuerpo es fuerte y le atrae mucho más. Cuanto más piensa en ella, más la necesita. Una vez la amó, y con ello ya tuvo suficiente. No sospecha la mujer tendida, encerrada en su cuarto, dormida, que el soñador consciente trama en métrica su postrer abandono. Lo sabrá cuando despierte, cuando el amante haya desaparecido del sueño y ya no encuentre a nadie intentando dormir en el sillón de terciopelo, más que una hoja de papel y en ella, la composición de una sextina. El amante ya no estará allí porque andará buscando un sueño anhelado en forma de abrazo final e indefinido. Habrá volado por la ventana que da al mar en busca de la expansión de la libertad, huyendo del insomnio y del amor fracasado.

También huye de la muerte y de la vejez inmerecida y enfermiza. Sus luchas aparecían intermitentemente en el diario, porque, lo sigue sosteniendo, el veneno es mejor escupirlo de la forma que sea. Así, le preocupa, tal como exponía en su diario, ponerse a pensar que uno o dos años es tiempo suficiente como para envejecer y ponerse a morir, que en uno o dos años la muerte se dibuja en el rostro para enseñar a morir. Sostiene que las arrugas que surcan la cara son la consecuencia del sufrimiento, que el futuro puede ser época de trastorno, y el trastorno, en uno o dos años, es capaz de gravemente herir. Herir a la madre, herir a los hijos hasta más allá de su porvenir. El dolor, la dolencia, el dolor de hígado y el dolor de estómago, amargura suma amargura en las aciagas vidas a las que se pone fin. Una de cal y otra de arena para enterrar la esperanza e ir apagando la ilusión, es lo único que el tiempo cede sin conceder más que despropósitos y martirios sin compasión. Al insomne ya no le preocupa el inglés, ni el chino, ni el suizo, si lo único que le importa le dicen que está ya por perecer. Y se enfurece, cuando con florituras parecidas, hacía en su diario juegos de palabras con fuegos de sentires, mientras los dardos se iban clavando en el pulmón. Porque piensa que no acabará nunca la gran tragedia, que no terminará nunca la función, pues a un acto le sucede un nuevo acto, sin llegar jamás a ponerse el último punto y final. El tiempo que pasa, igual corroe a los demás, pero más todavía a aquél que ha sido señalado para sus días terminar. Con ese tiempo otros tiempos se suceden, y en uno o dos años puede pasar hasta una eternidad, pese a ser tiempo suficiente para enseñar a morir y a suplicar. Eso es lo que le sugería en el extranjero lo que le decían con voz trémula por la línea telefónica, que el tiempo existe y no se detiene y que cuando queire impide a los cucos seguir con su cantar. Replicaba entonces, maldita sea la vida con su muerte, y con ella los seres que la transitan, si por tanto tiempo los hombres se han de poner a ver morir. Parece como si después de tantos miles de años, con tantos miles de muertos desde Sydney hasta Madrid, todavía no se haya sido educado sobre el sufrimiento de saber morir. Los difuntos caen tan débiles como la ceniza al cenicero, la tumba final. Mas cuando acaba una vida, el pésame no dura lo que el entierro, sino que perdura, de alma en alma, hasta reducir el ánimo a cero, hasta engancharse como una lapa y consumirte como la ceniza del cenicero. El pésame que se extiende como una gélida sábana sobre las camas donde descansan las familias de los miles de muertos que fallecen en uno o dos años, en una especie de soledad fatal. Y con todo ello, el dolor, que es un acto inacabado al que jamás sabremos poner el último punto y final, ni en uno o dos años, ni tras el entierro, ni nunca más en toda la eternidad. Concluye el insmone que, cuando termina una vida, empieza a acabarse la de los demás. El dolor agrieta las almas y las lágrimas trazan canales en los rostros. Tras uno o dos años no hay tiempo para más, ya no quedará sino el llanto o el llanto disfrazado de alegría.

Jamás creyó en el alcohol para combatir su desconsuelo y su falta de sueño. La gran borrachera no es capaz de doblegar la tensión y la rigidez de un insomne, todo lo contrario, crea en él una sensación de malestar, acrecienta la inquietud y lo deja vacío. Pero después de tantas noches, se siente acostumbrado a su estado de eterna consciencia, interrumpida por sueños pasajeros en el vaivén de las horas. Ha encontrado la forma de poder soñar despierto y así, es como la sensación de tener el mar siempre cerca. No destina el sueño sólo al hecho de dormir, sino que él lo hace cuando lo elige, siendo plenamente consciente. Ya no hay inquietud cuando permanece en vilo, sino que pasea plácidamente por la casa de la mujer que yace en una cama tendida, planea la nueva idea de la próxima sextina, escucha el griterío de los chiquillos que salen los primeros a recorrer las calles, o sueña en el silencio recostado en el soberbio sillón de terciopelo. Días atrás, en sus horas despiertas, vió la proyección de ‘La hora del lobo’, y un pasaje de ella le llamó particularmente la atención : “La hora del lobo es la hora entre la noche y el amanecer. Es la hora en que mucha gente muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales. Es la hora en que el insomnio es frecuentado por la más absoluta angustia, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos. La hora del lobo es la hora también en que muchos niños nacen.” Todo insomne ha transcurrido con éxito por esa hora destemplante y crepuscular. Nuestro soñador ha conseguido derrotar la hora del meridiano y ahora, más que nunca, se siente humano. Fracasa con la mujer amada, a la que siempre deseará, y se nutre de las más bellas impresiones. Mira la vieja lámpara y observa los abalorios que como lágrimas penden por las cuentas de cristal. Las tristes gotas de vidrio afectadas por la pátina del tiempo, caen en una lluvia de hilos sostenidos, proyectando los reflejos conseguidos por el esmeril. El fulgor del lustre detallado en las paredes y la claridad amarillenta de la antigua lámpara de cristal sobre el sillón de terciopelo. Las lacrimosas fuentes de vidrio iluminan con resplandor difuso la estancia donde yace abatido el soñador. La luz se despampana como una fuente en llamas, evocando la necesidad de ser cantada en poema y en sextina por el insomnio de su espectador.

Tras esa estancia de cortinas de luz y gotas de cristal, en la recámara del sueño, se oye la tos crónica del suizo errante, que se pasea ahora por la casa, después de haberse comprado la prensa matinal, que abrirá por la sección de empleos, para clasificar aquellos puestos vacantes en el apartado de chef o servicios hosteleros. Luego cogerá las tijeras para recortar aquellos anuncios de empleo que más le hayan interesado, y con cola, los pegará en su libreta de fracasos y aciertos laborales, escribiendo a su lado la dirección junto al número de teléfono. Entonces, llamará solicitando el puesto y la hora para concertar una futura entrevista, ‘Reto´s speaking, ...not too bad, ...not too bad’. Reto, el suizo errante, aunque tiene un gran corazón, no lo tiene nada claro y juega al juego de las incongruencias y las contradicciones. Tan siquiera él sabe que lo tiene poco claro. Quedará en este mundo más solo que la una, olvidado en los posos del tiempo, sin reconocimiento por su lucha perdida, y todo por ser poco práctico, por temor a la procreación de la prole, por desapego a su país y a su familia. El existir errabundo del suizo está huérfano y él prefiere no adoptar decisiones, tal vez por la carga de responsabilidad que acarrean. Prefiere la imparcialidad, como suizo que es, la indiferencia, el distanciamiento y el olvido. Opta por fumar cigarrillo tras cigarrillo, en profundas bocanadas, ahí fuera, en la recámara del sueño, cuyo porticón el insomne oye abrirse deduciendo entonces que el suizo errante se evade para fumarse otro cigarrillo. Y a la noche, en el cenicero de sus entrañas, reposarán docenas de cigarrillos aplastados o clavados como banderillas en la densa capa de ceniza. A veces el soñador piensa que el suizo fuma interrumpidamente, por lapsos de tiempo marcados por el consumo de tabaco en el balcón de la recámara del sueño. Pero pronto hasta él mismo olvidará al suizo errabundo, lo olvidará todo y quedará tan sólo su diario, y en él, las cien mil hojas del árbol que entre el balcón de la recámara del sueño y la realidad, todo lo confunde, el golfista que de tarde en tarde viene a ajecutar unos swings en el parque que queda a la derecha, en un claro de las ramas del árbol ; ese golfista que camina como un auténtico profesional del golf, que de joven deducía que debía de serlo, con ese característico subirse el pantalón apuntalándolo por la cintura, con ese andar ranqueante, tranquilo y despreocupado. Quedará en el diario la descripción de la calle que va a dar a la avenida principal, con la iglesia anglicana y sus slóganes vindicativos decorando sus paredes para captar adeptos y mantener a los adoctrinados. Permanecerá endeleble la imagen de la residencia de la tercera edad que hay en la misma vía, y la de la anciana de cien años, sentada en un banco con un gato sobre la falda, que siempre le miraba con cara de depravada, pese a su edad, y la del joven corroído, que estaba al cuidado de la anciana, y que por algún motivo incierto consiguió trabajo en aquella residencia, tal vez con el pretexto de estar cerca de la carne anciana. Quedarán en las páginas del diario las caras que en un momento u otro aparecieron ante los ojos del insomne, la idiota del judío adolescente esperando en la parada del autobús, con sus orejas adelantadas y la vista agitada, nerviosa, como la del que se siente observado ; la cara simpática de la austríaca de la carnicería, el aspecto de los alcohólicos del bar-sala de billar de abajo de la calle, las aburridas caras de las cajeras del supermercado, las caras de los contrincantes de tenis de mesa, y la de la antipática y forzada Cinnamon, que de bonito sólo tenía el nombre, que significa canela en español. Quedarán las caras de los aquellos pensionistas alcohólicos rusos, jugadores de billar, a los vislumbres en sus rostros de la tenue luz sobre el verde tapete de las mesas, y el resto casi en penumbras, dejando entrever los torsos deformes de los jugadores trayendo jarras rebosantes de cerveza, adoptando esa pose de matón de película americana, con el palo de billar torcido como sus espaldas, tan agrietado como sus angustias, tal vez arqueado en una reyerta entre rusos intentando ser americanos. Y finalmente, en algún lugar del diario, quedará la cara del suizo errante, aquella cara de espárrago del día que en su sonambulismo, el soñador entró en el lavabo, abriendo de par en par la puerta, y allí lo encontró sentado, sobre la taza del báter, haciendo sus necesidades, en esa postura única tan poco elegante, con los pantalones en los tobillos, un codo sobre la rodilla y la palma de la mano sosteniendo la cabeza por la barbilla, esa postura equilibrada, tan bien compensada por el juego de fuertes y contrafuertes, a la manera de ‘El Pensador’, de Rodin, la cara descompuesta del suizo errante, diciendo ‘Don´t worry, don’t worry’, con ese acento tan característico que sólo él sabe pronunciar. Porque se podría pensar que todo el mundo es igual cuando está sobre la taza del báter, pero el suizo errante no, con su intrinsiqueidad, su interioridad materializándose poco a poco, con sus reservas al desnudo, con sus manías y sus aires de lunático, con sus olores y sus introvertidos humores de absoluta indeterminación y perpétua imparcialidad. Qué duda cabe que quedará gravada esa cara que ya aparece en los ensueños diarios del insomne, el rostro del suizo errante, allí con sus cosas, más pensativo que nunca, en el diván de los aerofágicos pensadores. También quedará en el diario la última de sus páginas, aquella en que relataba el inicio de la somnolencia siempre despierta que supone todo desplazamiento aéreo de largo recorrido. La somnolencia del cómodo letargo en las terminales y los letargos de los demás que con el mismo insomnio van y vienen entre sueños y ensueños. La calentura en la piel de las altas presiones, el sueve reposo de las piernas adormecidas, entre café y café servido por los bamboleantes vuelos de las azafatas. Y la gente, con sus maletas repletas de recuerdos y de ropa con el sabor de la aventura, y el soñador sin otro souvenir más preciado que su diario bajo el brazo, completado en su última página en las postrimerías del físico abandono, con la sensación de que cabía mejorarlo, pero que así es lo que había llegado a su mano de forma espontánea como venido de más allá del sueño, como la revelación dada a Coleridge. Y la gente agolpándose con sus billetes de vuelo y tarjetas de embarque en la última página, para irse a uno u otro lado, lo cierto es que nunca se sabe dadas las caras del desconcierto aéreo, en la larga cola de unos viajeros que regresan a San Francisco, Estados Unidos, entre la rumórea musicalidad de sus inextinguibles conversaciones, único turista que es capaz de hablar y hablar, pese a las circunstancias del tráfico aéreo. En un abrir y cerrar de ojos, en un simple pasar de página, el avión habrá llegado a su destino, sobrevolando llanuras, desiertos y docenas de ciudades, en sus insomnios, el soñador las veía, desde una ventanilla del último asiento de cola. Nadie sospecha lo que se puede llegar a ver desde once mil metros de altura, las siluetas de la costa, los perfiles de la cara, los vastos lagos en el brillo de la luna, las costumbres de la gente en los mercados. Sobrevolando el globo terráqueo, se pueden ver muchas cosas en la oscuridad de la noche del trayecto, la noche más larga de la historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario