Cabezo Nemésico

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domingo, 16 de mayo de 2010

LENI RIEFENSTAHL

LENI RIEFENSTAHL


Primero fueron las vacilaciones
un cierto cuenteo,
las manos en la cabeza del pequeño
las miradas entre cruzadas y perdidas
y el seco adiós,
como a quien le faltan las palabras,
tan lejos de ser nosotros.

Luego hablé de besarte
vagamente los labios
creyendo no decir
nada que no se conozca.

Abriste solo la puerta
dejándola entreabierta,
como en un acaso,
quizás para que entrara
en la fina pulcritud de tu casa,
y dejar a los rayos
acariciar la blanca nitidez
de las manos.

Yo seguí descubriéndome
hasta quedarme,
tontamente,
emocionado en la enredadera,
bebiendo de ti
como de un vaso insondable,
poso de estrellas.
Comprendiendo, como se comprende
el color de la luz en los ojos
creando praderas
para descansar en ellas,
e imaginando quedarse dormidos,
juntos, siempre,
como anclas que dejan nuestras almas
en el fondo del mar.

Tú, en tus tiempos lógicos
tratabas de explicarte
sin poderte terminar,
sin siquiera decirlo;
verdad en el silencio.
E ibas diciendo las cosas por ti
en medio de silencios inducidos
por el temor a equivocarse
al expresar el sentimiento,
aunque también por el pudor
a hacerme demasiado daño.

Ante el compromiso ineludible
los brazos caídos,
las miradas perdidas
y tú regresando con un libro
por el mismo lugar
por el que habías venido.
Parecía un adiós
aunque era un hasta siempre.

Pero siempre no termina nunca
y empieza enseguida,
y no es una despedida,
aunque tal vez sí un largo abrazo,
ya aprendido, sereno, sincero,
hasta el término del horizonte.
Ese siempre que es un libro
ocupando un lugar
en un anaquel de la estantería.

En ese siempre me he quedado,
despojado en las murallas
como quien va a morir en ellas,
llegando demasiado tarde
a la puerta cerrada del castillo.
Incendiada toda la arboleda,
me pregunto,
¿para qué entonces
quedarme en la llama
si no vamos a arder unidos?

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